lunes, 2 de marzo de 2015

EL ARTE COMO CICATRIZ

Doris Salcedo (Bogotá, Colombia-1958) esculpe desde las entrañas. Es una narradora del dolor. Dolor de las personas que quedan partidas por la ausencia del ser querido, los márgenes de la herida que deja el que ya no está.

Esta escultora, o "hacedora de objetos" como le gusta llamarse, convive con el ilimitado muestrario del terror que existe en Colombia, con el drama político y las imágenes ante las cuales la historia oficial guarda silencio. Es la convivencia casi natural con las fotografías de los cuerpos mutilados por una motosierra, los secuestros y las desapariciones forzosas. En Colombia hay demasiadas tumbas abiertas.
Salcedo viaja hasta las zonas de conflicto, se instala allí durante semanas o meses, a veces años, junto a las familias que sufren la pérdida de un ser querido, de cualquier ser querido, una niña que busca a su madre, una madre que busca a su hija. 

Sin grabadoras, escucha su testimonio, deja que estos taladren sus emociones, registra la frecuencia del miedo, convive con su vacío, dibuja lentamente la pesadilla en su cabeza, asiste a la búsqueda de los cuerpos, conoce la textura del pánico, la mirada perdida de una madre ante una fosa común en la quizás esté su hijo. Sin embargo, Salcedo elude la violencia literal, no le interesa la revisión de la tragedia, ni de los hechos concretos. Le gusta ser un testigo secundario. Almacena y registra esas experiencias sin digerirlas y se instala un tiempo dentro de ellas, vinculada a la poesía y a la filosofía, hasta que surge del hemisferio más artístico de su cerebro la imagen que describe el dolor de los que se quedan. Su discurso inicial, que hablaba de la tensión entre la vida y la muerte, ha girado ahora hacia el mundo espectral en el que queda circunscrita la vida de los que presencian la tragedia y los que se quedan separados para siempre de sus seres queridos, ese mundo aparte por el que vagan los familiares de los desaparecidos. Por eso su escultura se vuelve algo metafórica, casi abstracta, porque parte de un discurso poético que pretende abrir un boquete en el centro de nuestros sentimientos. Forzando al espectador hacia la intuición, la duda, le fuerza también a buscar la respuesta a su obra. 


"Yo no creo que la reproducción de una imagen impida la violencia. Yo creo que el arte no tiene esa capacidad. El arte no salva. Y yo no creo que exista redención estética, por desgracia. (...) Yo creo que en arte no se puede hablar de impacto.Y mucho menos de impacto social; para nada de impacto político; y un reducido, muy débil impacto en lo estético. (...). 

Lo que el arte puede es crear esa relación afectiva que transmita la experiencia de la víctima. Es como si la vida destrozada de la víctima, que se truncó en el momento del asesinato, en alguna medida pudiera continuar en la experiencia del espectador."

(Razón Pública, Arte, memoria y violencia, marzo 2013).

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